Gasolina, madera y plástico

Corría octubre del año 1973 y la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo decidió cancelar la exportación de crudo a aquellos países que habían apoyado al joven estado de Israel en la guerra del Yom Kipur. De repente, los países más industrializados comprobaron en sus carnes la enorme dependencia que tenían de esta fuente de energía, provocándose una enorme crisis económica que determinaría en gran medida los movimientos geopolíticos de las principales potencias durante las siguientes décadas. Con el objetivo de reducir este brutal desequilibrio energético, se fue poniendo en marcha a nivel global una escalada de inversiones públicas y privadas para potenciar el uso de alternativas a los combustibles fósiles. Y como consecuencia, ya a principios de este milenio, el bioetanol y el biodiesel habían surgido como alternativas prometedoras de una nueva generación de biocombustibles renovables, principalmente para automoción.
Este nuevo horizonte, planteado por la llamada “primera generación” de biocombustibles, prometía gradualmente minimizar la dependencia de los combustibles fósiles convencionales, y no solo eso, sino que, de paso, se reduciría la generación de gases de efecto invernadero, lo que sería muy beneficioso para el medio ambiente. Un win–win en toda regla. Pero no todo era tan maravilloso. Esta estrategia proponía “biotransformar” cultivos como la caña de azúcar, el maíz, el trigo o la soja, y esto suponía un gran problema, porque estos cultivos son comestibles. Por esta razón, no tardaron en alzarse voces que clamaban contra la evidente competencia que la nueva generación de biocombustibles suponía frente a las necesidades alimentarias globales (food vs fuel). Además, los requerimientos de tierra cultivable para abastecer el mercado no resultaban del todo realistas y, por si fuera poco, la producción de bioetanol a partir de maíz, uno de los procesos más predominantes en Estados Unidos, requería a su vez del consumo de combustibles fósiles, por lo que al final las cuentas no acababan de cuadrar.

Fue la segunda generación de biocombustibles la que llevó las cosas un poco más lejos. En esta ocasión, en lugar de usar azúcares, almidones o aceites, se utilizaría biomasa lignocelulósica. Esta biomasa se obtendría principalmente de plantas no comestibles y residuos de la agricultura y de otras industrias, como la papelera o la maderera. En definitiva, sería un sustrato barato y abundante que no implicaría controversias como las de la generación anterior. Pero claro, esta estrategia también tenía sus desventajas, y la principal radica en que esta biomasa, por su naturaleza recalcitrante, resulta difícil de procesar, lo que hace que se aumenten los costes de producción, y que, por lo tanto, los biocombustibles resultantes no puedan competir con los combustibles fósiles en el mercado. Aún así, se está trabajando mucho para buscar soluciones cada vez más eficientes, así que más tarde volveremos a esta segunda generación, porque todavía guarda un par de trucos interesantes bajo la manga.
La tercera generación de biocombustibles la componen aquellos generados a partir de la fijación de dióxido de carbono gracias a la acción de algas. Esta estrategia tan prometedora implicaría una reducción de los sustratos utilizados y un gran rendimiento en la producción. Sin embargo, a día de hoy, el apoyo a esta opción está en horas bajas. Como se anunciaba este mes, ExxonMobil, la última gran empresa energética que consideraba la producción de biocombustibles con microalgas, ha retirado su financiación a estas líneas, ya que al parecer, esta tecnología aún está a décadas de ser lo suficientemente eficiente para poder implementarse en el mercado. Algunos también consideran una cuarta generación de biocombustibles, que consistiría en el uso de tecnologías basadas en la pirólisis y energía solar utilizando organismos modificados genéticamente. Sin embargo, estas opciones, que se pueden considerar una profundización de las alternativas anteriores, presentan actualmente muchos retos tecnológicos que hay que resolver.
Ahora bien, por si todo este proceso no fuese lo suficientemente complejo, en la última década hemos podido observar la irrupción del coche eléctrico. Y por lo tanto, resulta evidente pensar que esta aparición tan brusca ha trastocado todas las previsiones para la implantación de los biocombustibles en el ámbito del transporte. Aunque existen excepciones, como en el caso de Brasil, considerado el primer país donde se ha conseguido un uso sostenible del bioetanol, todo parece augurar que poco a poco la preferencia será el sustituir los motores de combustión por los eléctricos. Esta tendencia se vislumbra en la normativa europea aprobada el año pasado, donde se confía dejar atrás la venta de coches con motores diésel o de gasolina para 2035. Como consecuencia de este terremoto, la posible aplicación de los biocombustibles se está arrinconando principalmente al nicho de la aviación, donde el uso de baterías eléctricas aún no es viable.
Pero, aunque el horizonte pueda parecer desalentador para el desarrollo de biocombustibles, el conocimiento científico nunca se genera en vano y las lecciones aprendidas en todos estos años de desarrollo tecnológico no parece que vayan a caer en saco roto. Para mostrar un ejemplo de esto, si se me permite, volvamos a esa segunda generación de biocombustibles. Como hemos visto más arriba, los biocombustibles de segunda generación se producían a partir de los llamados residuos lignocelulósicos. La lignocelulosa es el componente mayoritario de la pared celular de las plantas vasculares y supone un vastísimo reservorio de carbono y energía renovables. Está compuesta por los polímeros de celulosa, hemicelulosa y lignina. Los dos primeros consisten básicamente en azúcares encadenados, y con mayor o menor dificultad, la tecnología actual es capaz de liberar estas unidades de carbohidratos para que mediante procesos biológicos sean transformadas en biocombustibles u otras moléculas de interés. Sin embargo, el tercer polímero, la lignina, entraña un potencial enorme, pero al que resulta muy difícil acceder.
Centrémonos entonces en este cofre del tesoro que es la lignina. Este biopolímero, que contiene un 30% del carbono de la biosfera, es el segundo biopolímero más abundante tras la celulosa. Además, la lignina es la que confiere las propiedades leñosas a las plantas (de ahí su nombre), y si la naturaleza no la hubiese “inventado” allá por el Ordovícico (hace unos 450 millones de años), las plantas vasculares no tendrían madera, y por lo tanto, no podrían crecer en altura ya que sus paredes celulares no habrían sido lo suficientemente rígidas para resistir el peso. De este modo, por ejemplo, los árboles no habrían podido aparecer jamás sobre la Tierra. Además, la lignina también protege a la planta frente al ataque de microorganismos patógenos que intentan acceder a los jugosos azúcares de la celulosa y hemicelulosa. Si nos fijamos en la lignina a nivel molecular, su estructura consiste en un polímero muy complejo e irregular, cuyas unidades son en su mayoría lo que llamamos compuestos aromáticos. Simplificando un poquito, los compuestos aromáticos son aquellos que tienen una estructura molecular de anillo de seis carbonos con una conformación en particular de sus electrones que hace que sean muy estables. Para más información, nunca está de más recordar como el químico Kekulé encontró la solución teórica de esta estructura a través de sus extrañas ensoñaciones, pero esa es otra historia. Estos compuestos aromáticos encerrados en la lignina tienen un potencial biotecnológico importantísimo, y muy pronto vamos a entender por qué.

Pues bien, a diferencia de la celulosa y la hemicelulosa, la lignina resulta muy difícil de degradar, por lo que es complicado acceder a sus monómeros aromáticos, y menos mal, porque si la naturaleza hubiese dado con un método biológico demasiado eficiente para su degradación, los árboles se pudrirían rápidamente ante nuestros ojos. Sin embargo, nunca llueve a gusto de todos, y esta recalcitrancia de la lignina es una de las causas que más dolores de cabeza ha provocado a los investigadores que trabajan en esta segunda generación. ¿Y por qué? Pues simplemente porque si queremos acceder a todo el carbono de la lignocelulosa para producir biocombustibles, tenemos que ser capaces de degradar toda la mezcla polimérica, y la lignina, con sus propiedades tan especiales, siempre ha estado ahí dando problemas.
Son muchos los abordajes que se han propuesto para degradar la lignina, algunos mediante procesos fisicoquímicos, otros mediante estrategias biológicas, pero sea como fuere, parece que poco a poco estamos consiguiendo abrir la cerradura del cofre. Sin embargo, como hemos comentado antes, la falta de interés actual en los biocombustibles ha trastocado todo un poco. Y digo solo un poco, porque la particularidad de la lignina hace que nos planteemos unas opciones aún más interesantes más allá de simplemente transformarla en biocombustibles. Y aquí es donde entran esos compuestos aromáticos de los que hablábamos, ya que, a diferencia de los azúcares, metabólicamente son cercanos a multitud de moléculas industrialmente muy apetecibles y con un gran valor añadido. Estas moléculas, a las que podríamos llamar “químicos de plataforma”, pueden ser usadas como si fuesen piezas de Lego para producir otros biopolímeros sostenibles, como, por ejemplo, bioplásticos. Por lo tanto, lo que se anda proponiendo es producir una nueva gama de plásticos y otros polímeros de interés con propiedades casi à la carte, implicando procesos menos contaminantes que no suponen el uso del petróleo. Sin embargo, surge un nuevo problema, porque no es lo mismo una valiosa mezcla de productos que una mezcla de productos valiosos, y la lignina, desgraciadamente, es un ejemplo de esto último. Esto significa que, aunque tengamos moléculas que individualmente poseen mucho potencial, tenemos que aprender a separarlas y/o transformarlas en los productos derivados que nos interesen. Pero afortunadamente son muchos los avances mediante los cuales, usando plataformas biológicas, estamos aprendiendo a catabolizar toda esta mezcla hacia la molécula derivada pertinente. Por lo tanto, no resulta difícil imaginar el potencial de estas nuevas biorrefinerías que están por llegar. Pero si no os apetece tener que recurrir a vuestra imaginación, ya tenemos pruebas de concepto entre nosotros en las cuales se han producido polímeros tan interesantes como el nylon partiendo de monómeros derivados de la lignina, y todo esto con unos rendimientos bastante decentes (Vardon D.R. et al., 2016).
El impacto de estas aproximaciones en el futuro puede ser incalculable, ya que nos ayudaría a ir dependiendo cada vez menos de los plásticos derivados del petróleo. Además, nos libraría de multitud de desechos agrícolas e industriales que actualmente se suelen quemar para obtener energía, con la correspondiente reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Y así a su vez, podríamos producir nuevos bioplásticos más sostenibles y amigables con nuestro planeta. Esto ayudaría de forma determinante a corregir el actual uso irresponsable que le damos a los plásticos, y en última instancia, a combatir el cambio climático que ya tenemos inevitablemente sobre nuestras cabezas. Hasta aquí todo parece ciertamente esperanzador, pero es que, a toda esta tecnología desarrollada para generar biorrefinerías, se le puede incluso dar una vuelta de tuerca más, porque resulta que también estamos aprendiendo a degradar y a transformar biológicamente aquellos perniciosos plásticos derivados del petróleo, de los que estamos completamente rodeados, para producir nuevos bioplásticos mucho más respetuosos con el medio ambiente (Sullivan K.P. et al, 2022). Pero esto también es otra historia que podemos dejar para otra ocasión.
En definitiva, es así como partiendo del conocimiento generado a partir del estudio de la segunda generación de biocombustibles, hemos obtenido las bases para plantear nuevas biorrefinerías. Parece que poco a poco podremos empezar a producir productos útiles de una forma más sostenible, así que podemos alegrarnos, porque parece que ya estamos un pasito más cerca de arreglar el mundo, y si no, bueno… supongo que siempre podremos volver a recurrir a la ciencia (si nos dejan).
Carlos del Cerro Sánchez es investigador en el Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB-CSIC) y actualmente lidera una línea de investigación relacionada con el uso de levaduras para la bioconversión de lignina en productos de valor añadido.
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